El individuo ha luchado siempre para no ser absorbido por la tribu. Si lo intentas, a menudo estarás solo, y a veces asustado. Pero ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo.
Nietzsche
I
EL RETUMBAR DE LOS TAMBORES
EL RETUMBAR DE LOS TAMBORES
El manto de la noche, oscuro y tenebroso, estaba colmado de malos presagios. Desde el cielo cubierto por negras nubes, la luna llena arrojaba sus haces fantasmales sobre la foresta, iluminando los árboles retorcidos. El sonido de los tambores de guerra arreció, se extendió por el claro, y llenó los confines del bosque que se desvanecía en la madrugada. Figuras musculosas, pintarrajeadas con los dibujos propios del Clan de las Águilas, bailaban delante de una enorme hoguera. Las llamas oscilantes irradiaban sus cuerpos semidesnudos, ataviados con taparrabos, de miembros menudos y poderosos, propios de las tribus salvajes que habitaban al oeste del río Trueno. Un clamor colectivo desgarró la tranquilidad de la espesura, recorrió los caminos ocultos que conducían al poblado, e hizo que los animales de los alrededores regresaran a la seguridad de sus madrigueras.
En una de las casetas, tumbado en el suelo, con las manos y los pies atados con recias cuerdas, una imponente figura se debatía contra los nudos que lo separaban de la libertad. A diferencia de los individuos que danzaban en el exterior, el prisionero era un hombre gigantesco. Su complexión fornida, propia de las tierras del norte, le hubiera hecho destacar entre cualquier multitud. Tenía el cuerpo cubierto de arañazos, suciedad y moretones, frutos del combate que había librado con sus captores, antes de caer derrotado bajo la aplastante superioridad numérica. Una maldición escapó de sus labios: sus enemigos lo habían atado a conciencia; necesitaría un milagro para conseguir escapar. En su rostro moreno, lleno de pequeñas cicatrices, encuadrado por una larga melena negra, dos ojos azules brillaron con una rabia monstruosa.
El cimmerio cerró los párpados, inhaló una bocanada de aire, relajó sus nervios tensos, y prestó atención a los gritos ensordecedores que llegaban desde afuera. Sus gruesas muñecas y tobillos estaban en carne viva por la presión de las ligaduras. Una gota de sudor descendió por su mejilla y aterrizó sobre el amplio pecho: sabía que los pictos no tardarían en sacrificarlo a sus tenebrosos dioses. Desesperado, recorrió con la mirada los confines de la tienda, buscando la manera de huir; pero las paredes de piel de ciervo no le ofrecían ninguna alternativa. Con la espalda dolorida por la incómoda postura, rodó hacia un lado y quedó boca arriba, apoyando los hombros en el poste central que levantaba el techo. El rugido ensordecedor de los timbales taladró sus oídos. La tierra temblaba bajo el ritmo palpitante. Los pájaros abandonaron las copas de los árboles. La negrura que lo envolvía parecía crecer por segundos. Aullidos sedientos de sangre elevaron promesas de muerte hacia el firmamento tachonado de estrellas.
El bárbaro maldijo su suerte, había caído en manos de los pictos como un estúpido, su temeridad habitual lo había arrastrado a aquella desesperada situación. La idea de perecer nunca le había importado, pero hacerlo sin un arma en las manos, inmovilizado e indefenso, lo encolerizaba de forma insoportable. Una expresión amenazadora torció sus rasgos: antes de llegar al Infierno se llevaría por delante a todos los salvajes que pudiera. A pesar de la cacofonía y el fuerte acento de sus adversarios, común en las tierras que se extendían desde Aquilonia, a través de los Yermos Pictos, hasta el distante Mar Septentrional, logró distinguir algunas palabras sueltas.
—¡Ha llegado la hora! —ordenó una voz familiar—. ¡Traed al extranjero!
La sonrisa sombría del cimmerio hubiera hecho retroceder a sus oponentes. Había reconocido el timbre inconfundible del jefe de la tribu; un demonio de facciones bestiales engalanado con plumas de águila, cruel y enfermizo como todos los de su raza. Un odio visceral, acunado durante miles de generaciones, prendió su alma. Su funesto destino quedó apartado por el momento: tenía que liquidar a aquel engendro de la naturaleza fuera como fuese.
II
ADVERSARIOS ANCESTRALES
Involuntariamente, anheló recuperar los atavíos personales que el enemigo le había arrebatado: el asco astado conseguido en Vanaheim, la cota de malla adquirida en Argos y la espada de doble puño comprada en Zamora. Irritado, observó su anatomía cubierta por una faldilla de cuero destrozada: desarmado como se encontraba poco podía hacer. El aroma de la leña quemada penetró en la tienda, le impregnó las fosas nasales y lo obligó a toser. El sonido de unos pasos felinos lo pusieron alerta mientras una sombra avanzaba. Al instante, un picto abría la apertura de la caseta y entraba con movimientos cautelosos. El bárbaro estudió desde abajo la figura enjuta, armada con un hacha y un cuchillo, que lo contemplaba como si fuera una especie de animal exótico. Un silencio pesado y perturbador flotó entre ambos hombres, enemigos ancestrales por naturaleza, cuyos antepasados habían luchado innumerables veces, vencidos por un barbarismo primigenio que llegaba hasta el presente. Ninguno de los dos tenía nada que ver con la civilización, eran individuos criados por la dureza de los elementos, fuertes e indómitos como los bosques que circundaban la aldea. El salvaje tomó la palabra:
—Voy a soltarte las piernas —dijo mientras le enseñaba el puñal afilado con una mueca torva—. Como intentes hacer algo te arrancaré las entrañas.
El cimmerio no se molestó en replicar:
—Debería sacarte los ojos —gruñó el picto—. Casi acabas conmigo cuando te capturamos.
Con un movimiento brusco, su enemigo deslizó la larga hoja entre los pies del bárbaro, de abajo arriba, y comenzó a cortar las ligaduras.
—No dices nada, ¿eh?
Conan masculló con desprecio:
—Vete al diablo.
El salvaje soltó una risotada desagradable.
—No tendrás tantas agallas cuando te hayamos despellejado vivo, ¡perro!
La musculatura del cimmerio tembló de cólera.
—¿Perro? —rezongó—. ¡Debería haberte destripado cuando tuve la oportunidad!
El picto dividió las ataduras de un tirón: las piernas del bárbaro estaban libres. Acto seguido, con un movimiento imposible de seguir con la vista, clavó el cuchillo, profundamente, en el brazo izquierdo de su cautivo. Conan lanzó un gemido e intentó golpear a su adversario con la cabeza, pero el salvaje era demasiado rápido, se apartó esquivando la acometida y bufó desdeñoso:
—Eres tan blando como los colonos que vivían en las afueras del fuerte Tusce…
La patada del bárbaro lo dejó sin aire en los pulmones. En su arrogancia, había olvidado lo peligroso que Conan podía llegar a ser; un error que muchos hombres no tuvieron la oportunidad de cometer dos veces. Como un tigre hambriento, el cimmerio se puso en pie de un salto, embistió con la cabeza por delante, y hundió la frente en la cara de su rival. El picto se derrumbó de espaldas, pesadamente, con la nariz fracturada, lanzando una blasfemia en su gutural idioma. Justo en el momento que tocaba el suelo, el bárbaro le aplastó el cuello con el pie desnudo, destrozándole la garganta. Su adversario emitió un estertor y escupió un borbotón escarlata por la boca, expirando con horribles contracciones, asfixiado por su propia sangre. Conan escupió despectivamente sobre el cadáver.
—Arde en el Infierno, bastardo.
Sin transición, se inclinó en cuclillas, agarró el cuchillo que prendía de la mano inerte, y con gran esfuerzo, logró volver la hoja y aplicarla sobre sus muñecas. El puñal cortó las cuerdas a gran velocidad, rasgando su carne, detalle que no le importó en absoluto; estaba acostumbrado a resistir el dolor. Al librarse de las ligaduras flexionó los dedos amoratados: volvía a ser un hombre libre.
Conan esbozó una sonrisa satisfecha, agarró el hacha que colgaba de la cintura del muerto con la siniestra, apretó el cuchillo con la diestra, se aproximó a la entrada de la caseta y echó una ojeada al poblado. Delante, a unos cuarenta metros de distancia, los trazos dorado-rojizos de las llamas ondulaban en las tinieblas, formando lúgubres claroscuros en todas las direcciones. La impresión de maldad que emanaba de los pictos le puso la carne de gallina. De inmediato, su mente trazó un plan de escape, tenía una oportunidad, sino la aprovechaba se convertiría en un cadáver. El bárbaro examinó la empalizada, la disposición de los salvajes, la entrada del poblado, y los vigías situados en la penumbra: ahora o nunca.
III
LANZAS ROJAS
LANZAS ROJAS
Silenciosamente, emergió de la tienda, corrió hacia la derecha y se ocultó detrás de unos matorrales. Expectante, aferró sus armas, con el cuerpo fríamente en tensión, preparado para saltar en cualquier instante. Un picto pasó a su lado, armado con una larga lanza de punta de pedernal, inconsciente del peligro que corría. El cimmerio se inclinó todo lo que pudo, pegando el cuerpo al suelo, fundiéndose con la negrura. El centinela continuó adelante, escapando de una muerte segura, desvaneciéndose en las tinieblas. Aliviado, Conan efectuó una corta carrera, avanzando con la agilidad de un leopardo, sin emitir el menor sonido. Detrás de su espalda, los alaridos de sus enemigos cambiaron de tono, traspasando el claro de un extremo a otro. El bárbaro apretó el paso, parecía que habían descubierto al individuo que había matado; los pictos no tardarían en salir detrás de su rastro. No tenía tiempo de tomar precauciones, aunque quisiera no podría pasar todo lo inadvertido que hubiera querido, su vida dependía de la velocidad de sus piernas. Rápidamente, se dirigió al pie de la empalizada, listo para matar o morir. Una figura indistinta se interpuso delante de su camino.
—¡Lo he encontrado! —exclamó—. ¡Está aquí!
El salvaje descargó el hacha sobre la cabeza del cimmerio. Éste se contorsionó en el aire y sus músculos brillaron bajo la luz de la luna llena, esquivando el filo de cobre que le arrancó un puñado de cabellos. Acto seguido, abrió la cara de su oponente con el puñal, trazando una estela carmesí que salpicó los herbazales. El picto lanzó un aullido de sufrimiento, soltó el arma en un acto reflejo y se llevó las manos al rostro, reculando a trompicones. Conan alzó la zurda y dividió su cráneo hasta los dientes: sesos, huesos y sangre brincaron de la espantosa herida. Asqueado, apartó el cadáver de una patada, se volvió como un lobo acorralado, y se dispuso a vender cara su piel. Una lanza cruzó el aire sobrecargado de la madrugada buscando su pecho. El bárbaro se inclinó a la derecha, soslayó el arma, y resistió la acometida de su adversario. Ambos chocaron en el aire, el cimmerio apartó el puñal con el antebrazo y enterró su hoja en el esternón del picto. Agónico, el hombre le arañó la cara: sus facciones cubiertas de cicatrices se contorsionaron en una mueca asesina. Los dientes podridos buscaron su garganta, pero el cimmerio le agarró el cuello, le apartó la cabeza y clavó el cuchillo en el vientre de su enemigo. Un espasmo recorrió la fisonomía del hombre, la fuerza de los brazos cedió y un brillo de reconocimiento resplandeció en sus pupilas: el miedo ante la cercanía de la muerte había hecho mella en su espíritu. Irritado, Conan sacó el puñal, volvió a hundirlo en la carne temblorosa y destripó al salvaje: las entrañas, rojas y azuladas, se esparcieron ante sus pies. Todo había sucedido en unos segundos: los pictos abandonaron la hoguera y corrieron hacia el bárbaro, aullando como lobos. El cimmerio lanzó una carcajada maliciosa, dió la media vuelta, y salió disparado hacia la entrada de la aldea. Flechas de penachos oscuros llovieron a su alrededor, picoteando sus pasos, sin conseguir alcanzarlo. Antes de que se diera cuenta, llegó a la empalizada, tomó impulso, y efectuó un prodigioso salto hacia el borde superior de la misma. A pesar del peligro que corría, el orgullo controló sus acciones y lo obligó a bramar, burlonamente, en el idioma del Clan del Águila:
—¡Adelante, perros! ¡Os estoy esperando!
Acto seguido, abandonó su posición y aterrizó entre los matorrales. Una docena de saetas se clavaron en el lugar dónde había estado unos segundos antes. El bárbaro asimiló el impacto del aterrizaje, rodó entre los arbustos espinosos y corrió hacia los árboles. Atrás, una horda enloquecida de figuras pintadas emergía del interior de la aldea, vociferando como posesos, con la intención de vengar a sus hermanos caídos. Conan se introdujo entre la espesura y sorteó los tocones muertos y las depresiones del terreno traicionero, ignorando los brezos y las ramas bajas que le arañaban la cara; la caza implacable había empezado.
IV
LA DISCIPLINA DEL ACERO
LA DISCIPLINA DEL ACERO
El avance desesperado del cimmerio, a través de la profundidad del bosque, lo arrastró hacia el oeste. Con los dientes apretados, pasó por alto el hambre y la sed, mientras intentaba mantener un paso uniforme. Gracias a su coordinación y agilidad innatas, Conan apenas dejó huellas que pudieran delatar su rumbo; de hacerlo, sus oponentes no tardarían en encontrar su rastro por la mañana. Por amarga experiencia, sabía que los pictos no cesarían de perseguirlo hasta lograr clavar su cabeza en la punta de una lanza; un destino que no estaba dispuesto a correr de ninguna manera. El bárbaro, descendió las lomas achaparradas y alcanzó un valle de paredes abruptas. El espejismo lunar irradiaba las rocas afiladas y los matorrales muertos. Una sensación de malevolencia flotaba en el aire frío de la madrugada. Sus instintos le advirtieron de que en aquel lugar había muerto gente; los colonos siempre decían que las tierras ribereñas situadas cerca del río Trueno eran la morada de los diablos de los cenagales. El cimmerio hizo caso omiso a sus miedos y bajó una ladera empinada a grandes trancos; podía escuchar los movimientos de la avanzadilla picta que le pisaba los talones, a escasa distancia.
El bárbaro se ocultó detrás de un árbol y se dispuso a entablar combate. La luz mortecina de las estrellas reveló a los cinco hombres que corrían en su dirección. Entre ellos, distinguió al jefe de la tribu; su tocado de plumas de avestruz lo convertían en un blanco fácil. Cuando estuvieron a su altura, Conan arrojó el hacha, que frenó la carrera del cabecilla del grupo en seco. El líder de los salvajes, soltó un aullido póstumo y pereció en el acto, con la caja torácica abierta en dos; las deudas estaban saldadas. Inmediatamente, saltó hacia los supervivientes empuñando el cuchillo; una promesa de muerte ardía en sus ojos acerados por la furia. En la oscuridad, más allá de cualquier asentamiento civilizado, en lo profundo de la espesura innominada, el cimmerio se enfrentó a sus oponentes, con una energía nacida de la desesperación.
Conan hundió el cuchillo, en el pecho del salvaje más próximo. Acto seguido, brincó hacia atrás, esquivando un hacha que estuvo a punto de arrancarle la cabeza. Con una mirada torva, recuperó terreno y movió el arma a ambos lados, manteniendo a raya a los pictos. Sus tres enemigos giraron en círculos, buscando un punto débil en la guardia del cimmerio, ansiosos por derramar la sangre del individuo que se había atrevido a eliminar a su líder. En aquel momento, una figura negra saltó entre los árboles y atacó a los pictos. Éstos lanzaron un chillido de pánico, al descubrir al nuevo rival que había surgido entre las tinieblas. El bárbaro vislumbró el cráneo triangular, los colmillos puntiagudos, las garras afiladas, y el pelaje color azabache: era una pantera de los bosques. Con un rugido ensordecedor, el animal embistió a un salvaje y desparramó sus entrañas sobre la hierba pisoteada. Al instante, otro cayó por tierra con el cráneo atravesado por los dientes de la bestia: el sonido de los huesos quebrados ahogó el lamento quejumbroso del picto. Aterrorizado, el último soltó el arma y escapó del lugar como alma que lleva el diablo, perdiéndose por donde había venido. Conan no tuvo tiempo de sentir ninguna satisfacción, el animal se volvió con las fauces manchadas de sangre, extendiendo las garras en actitud amenazadora. Las miradas de ambos se encontraron, hombre contra bestia, en el aire glacial de la madrugada. Tenso, el cimmerio mantuvo su posición, sin perder un ápice de terreno. Si la pantera percibía cualquier duda se abalanzaría sobre su persona; al fin y al cabo estaba defendiendo su territorio.
Lentamente, el animal se replegó con un gruñido y se desvaneció en las sombras; el bárbaro había triunfando ante la primitiva inteligencia de la bestia. Conan soltó un suspiro, se vendó el brazo herido lo mejor que pudo con las ropas de los cadáveres y recuperó el hacha: Crom siempre era justo con aquellos que luchaban por su existencia.
EPÍLOGO
Cuando el sol comenzó a despuntar sobre los árboles, una claridad lechosa invadió la espesura, prendiendo los ángulos tenebrosos del bosque. El bárbaro se detuvo para recobrar el aliento y echó un vistazo hacia atrás: sabía que los pictos no habían cesado de perseguirlo. Involuntariamente, comprobó que su paso apenas había marcado huellas en la hierba húmeda. Una simple rama rota sería fatal; los miembros del Clan de las Águilas eran los mejores rastreadores que habitaban en aquella tierra mortífera. Con una determinación nacida de la supervivencia más elemental, Conan volvió al camino; le quedaba mucha distancia para alcanzar el océano…
FIN
Alexis Brito Delgado
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